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viernes, marzo 25, 2005

12:10 p. m. -

jueves, 24 de marzo 2005

Tres hurras por Joaquín Luqui
Por Justo Serna


En la nueva novela de Umberto Eco, ‘La misteriosa llama de la reina Loana’, el personaje principal es un sexagenario que ha perdido la memoria. O, por mejor decir, que ha perdido cierto tipo de memoria. Ese personaje es, a la vez, el narrador y su relato comienza con un vago despertar, con una duermevela en la que poco a poco va recuperando la vida de vigilia. Giambattista Bodoni, alias Yambo, regresa de un coma, de un estado de derrota o declive en el que ha perdido un parte sustancial de sí mismo, de su interior, de su pasado. Según le detalla el médico con minuciosa precisión, no ha perdido la memoria implícita, la que nos “permite ejecutar sin esfuerzo una serie de cosas que hemos aprendido, como lavarse los dientes, encender la radio”. Lo que se le ha evaporado es algo distinto: una parte de la memoria explícita.
En efecto, es aquí, en este registro del pasado, en donde se encuentran las averías de su recuerdo personal, los espacios vacíos. Puede evocar sin dificultad los hechos pretéritos que aprendió y que a todos nos afectan. El médico lo llama ‘memoria semántica’ haciendo uso de un léxico profesional, y constituye una parte de aquella memoria explícita. Se refiere al registro público de hechos o de cosas en el que no volcamos sentimiento particular, aquel “que permite saber que una golondrina es un pájaro, y que los pájaros vuelan y tienen plumas, pero también que Napoleón murió en...”.
Pero hay un segundo tipo de memoria explícita: la que llamaríamos con el terapeuta de Yambo “episódica, o autobiográfica”, es decir, “la que establece un nexo entre lo que somos hoy y lo que hemos sido”. Recordaba todo esto al informarme del coma en el que está sumido Joaquín Luqui, un coma como el de Yambo y del que deseo fervientemente que regrese sin fallos de memoria, sin menoscabo de sí mismo. Pero recordaba todo esto al mencionar Umberto Eco en su novela el funcionamiento de la memoria implícita, a la que alude, por ejemplo, con el hecho simple pero decisivo de encender la radio.
En mi pasado de niño y adolescente, en aquellos años sesenta y primeros setenta, yo encendí la radio muchísimo, con el automatismo del que está habituado día a día a efectuar los mismos actos, con la rutina de quien sabe lo que quiere, lo que le entretiene y espera encontrar en el dial. Lo aprendí sobre todo de mi abuelo Francisco. Por algún motivo particular se negó a instalar un televisor en su casa. Ayer mismo le preguntaba a mi señora madre por qué, pero no supo darme una razón terminante: la edad, ya sabes, admitió. Mi abuelo le demostró al tubo catódico la misma suspicacia que tenía su generación, una generación que desconfiaba de los embelecos de Prado del Rey.
Muchos de su edad no creyeron que Armstrong, Aldrin y Collins hubieran llegado a la órbita lunar pilotando un Apolo, como tantos otros rechazaron un lenguaje y unas emisiones, los de la televisión, para los que no se habían formado. Mi querido abuelo prefería la radio y yo, que admiraba la seguridad con la que se expresaba, con su voz grave, severa, supuse que tenía algo de razón en ese rechazo instintivo. Él era el oyente fiel de Alberto Oliveras, al que tenía por un santo varón, aquel Alberto Oliveras que dirigía y presentaba ‘Ustedes son formidables’. ¿Lo recuerdan? Era un programa de beneficencia radiofónica, ya por entonces interactivo, un programa en el que se interpelaba directamente a los seguidores con el fin de conseguir socorro, ayuda, asistencia para familias necesitadas en aquella España de posguerra inacabable. Yo admiraba a mi abuelo, pero aquella emisión me parecía demasiado carpetovetónica: un latazo bienintencionado y algo ampuloso, la verdad. Yo tenía unos diez años y ese vocerío enfático me dejaba indiferente. Quien no me dejaba indiferente era Joaquín Luqui: a través de las ondas radiofónicas me llegaba su tono susurrante y gritón a la vez hablando de los Beatles, de música pop, con una erudición inverosímil. Atesoraba conocimientos inacabables sobre el grupo de Liverpool y pronunciaba el inglés como si el idioma fuera para él una cosa antigua y bien sabida, lo pronunciaba como yo nunca lo pronunciaré.
Siempre he pensado que hagas lo que hagas has de acometerlo con pasión, teniendo un motivo que te provoque el entusiasmo y la fijación. Yo veía ese modo de obrar en el Joaquín Luqui de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, y lo veía informadísimo en una rama del saber que carecía de expertos: la música pop se estaba creando y, sin embargo, Luqui hablaba como si ese dominio tuviera ya una historia detrás y, sobre todo, como si los Beatles no se hubieran separado en aquel fatídico año de 1970, como si todavía estuvieran ejerciendo su influencia entre los muchachos de entonces. Y vaya que ejercían su influencia: yo me sentía su contemporáneo y no creía haber llegado tarde a la revolución que trajo el rock. Tiempo después leí alguna novela de Manuel Vázquez Montalbán y odié a aquel narrador concreto que decía que después de los sesenta ya todo estaba experimentado, que después de la época kennediana, ya nada podía inventarse o ensayarse. Yo quería experimentar, claro, y los Beatles me servían como referente de lo que aún estaba por hacer y de lo que todavía estaba por llegar.
Siempre le agradeceré a Joaquín Luqui que hablara de los de Liverpool como si fueran un grupo aún vivo, lo cual me permitía alimentar el sueño de ser un adolescente que no había llegado tarde. Hablo de Luqui en pasado, en mi pasado de muchacho que quería escapar de la fatalidad de una España agropecuaria, pero para evocar aquella época no debo hacer un especial ejercicio de memoria. Yo, a diferencia de Yambo, el personaje de Umberto Eco, no he perdido esa memoria explícita, “episódica, o autobiográfica”, que “establece un nexo entre lo que somos hoy y lo que hemos sido”. De hecho, Luqui está presente en mí: mi hijo de quince años, Víctor, aún escucha en Cadena 40 a este gran señor de la radio y, como a mí me sucedía, le sorprende y le divierte su tono susurrante y gritón, exaltado y empeñoso.
Espero que algo parecido le ocurra a Marta: un par de años más, cuando tenga edad suficiente, y mi hija podrá oírlo en antena, seguro. Uno no puede ser una mala persona ni un mal profesional habiendo atravesado varias décadas y habiendo despertado el sentido musical y el interés erudito de tres generaciones. Tres hurras, pues, por Joaquín Luqui.

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